SECUENCIA DE TRES VENTANAS
Inspirado en el cuadro del mismo título del pintor ADOLF
Érase una vez una torre de tres pisos, una torre muy alta con tres ventanas, todas alineadas, una sobre otra, en la fachada orientada a mediodía. En esta torre no había ninguna puerta, tampoco había tejado o almenas. No existían porque no se veían, ni las puertas ni el techo. Yo la visité, hace mucho tiempo, dentro de un sueño.Como en los sueños no existen caminos, pronto estuve delante de ella, edificada sobre un paisaje plano, oscuro y sin horizonte. Un paisaje en el que había sol porque se reflejaba sobre las piedras de la fachada, piedras gastadas, irregulares, blancas, amarillentas, grises, que parecían haber sido recogidas en muchos sitios, canteras, montañas, bosques, ríos, piedras amontonadas y apretujadas en torno a las tres ventanas, las cuales, con sus limpios rectángulos, anchos, estrechos, pequeños, intentaban ordenar aquel caos.
La fachada de la torre, recordaba una muralla, en la que entre sus piedras dormidas se amasara el olvido.
Las ventanas comunicaban la impresión de ser más viejas que las propias piedras. Eran marcos carcomidos de madera sin pintar, o ya perdido el color de la pintura bajo aquel sol eterno del medio día. Eran ventanas entreabiertas, abiertas, los cristales rotos o desaparecidos, algún retazo de visillo, por lo menos lo recordaba, un fragmento de tela, algo.
Las ventanas bostezaban de aburrimiento, exhalaban gritos de tristeza que nadie podía escuchar, o bien gemían su abandono crujiendo alguna vez a la manera que lo hacen las casas abandonadas, de improviso, inesperadamente, con secuelas de piedra que se deshace, una lluvia fina de arena deslizándose por entre las fisuras de la argamasa, que provoca aludes en el sendero de las infatigables hormigas.
Las ventanas eran tres brujas ciegas, que sólo veían el pasado, el presente y el futuro.
Las ventanas eran tres hermanas prisioneras, hijas de un rey celoso que deseaba que no dejaran de ser niñas nunca, para que siempre le alegraran la vida con sus risas, sus canciones y sus juegos.
Las ventanas eran tres fantasmas sin edad que aún no habían alcanzado la paz.
No pude entrar en la torre porque carecía de puertas.
No pude rodear la torre porque siempre estaba orientada al medio día. Únicamente escuché crujidos, y, en algún momento, aleteos sordos, como si las habitaciones que pudieran abrirse detrás de ellas, fuesen el refugio de pájaros invisibles o de murciélagos asustados que no encontraban la noche. También escuché gorjeos, a intervalos, estremeciendo la torre a manera de suspiros, pero no pensé en los pájaros ni en el viento filtrándose por las ventanas y golpeando con blandos nudillos batientes de puertas desajustadas, sino en las ratas, que cuando no chillan, parecen cantar. ¿Las habéis oído alguna vez?
Las tres ventanas me vigilaban desde un mundo hecho de piedras gastadas, irregulares, blancas, amarillentas y grisáceas, desde un mundo sin puertas ni tejados, sin almenas, en su mundo de eterno sol al medio día.
Comprendí entonces que no tenía nada más que hacer allí y me desperté.